Para ti, cabrón: Porque lo eres, porque la has humillado, porque la
has menospreciado, porque la has golpeado, abofeteado, escupido,
insultado... porque la has maltratado. ¿Por qué la maltratas? Dices
que es su culpa, ¿verdad? Que es ella la que te saca de tus casillas,
siempre contradiciendo y exigiendo dinero para cosas innecesarias o
que detestas: detergente, bayetas, verduras... Es entonces, en medio
de una discusión cuando tú, con tu 'método de disciplina' intentas
educarla, para que aprenda. Encima lloriquea, si además vive de tu
sueldo y tiene tanta suerte contigo, un hombre de ideas claras,
respetable. ¿De qué se queja?
Te lo diré: Se queja porque no vive, porque vive, pero muerta. Haces
que se sienta fea, bruta, inferior, torpe... La acobardas, la
empujas, le das patadas…, patadas que yo también sufría.
Hasta aquel último día. Eran las once de la mañana y mamá estaba
sentada en el sofá, la mirada dispersa, la cara pálida, con ojeras.
No había dormido en toda la noche, como otras muchas,
por miedo a que llegaras, por pánico a que aparecieses
y te apeteciera follarla (hacer el amor dirías)
o darle una paliza con la que solías esconder la impotencia de tu borrachera.
Ella seguía guapa a pesar de todo
y yo me había quedado tranquilo y confortable con mis piernecitas dobladas.
Ya había hecho la casa, fregado el suelo y planchado tu ropa.
De repente, suena la cerradura, su mirada se dirige hacia
la puerta y apareces tú: la camisa por fuera, sin corbata y ebrio.
Como tantas veces. Mamá temblaba. Yo también. Ocurría casi cada día,
pero no nos acostumbrábamos. En ocasiones ella se había preguntado:
¿y si hoy se le va la mano y me mata? La pobre creía que tenía que
aguantar, en el fondo pensaba en parte era culpa suya, que tú eras
bueno, le dabas un hogar y una vida y en cambio ella no conseguía
hacer siempre bien lo que tú querías. Yo intentaba que ella viera
cómo eres en realidad. Se lo explicaba porque quería huir de allí,
irnos los dos…Mas, desafortunadamente, no conseguí hacerme entender.
Te acercaste y sudabas, todavía tenías ganas de fiesta. Mamá dijo que
no era el momento ni la situación, suplicó que te acostases, estarías
cansado. Pero tu realidad era otra. Crees que siempre puedes hacer lo
que quieres. La forzaste, le agarraste las muñecas, la empujaste y la
empotraste contra la pared. Como siempre, al final ella terminaba
cediendo. Yo, a mi manera gritaba, decía: mamá no, no lo permitas. De
repente me oyó. ¡Esta vez sí que no!–dijo para adentro-, sujetó tus
manos, te propinó un buen codazo y logró escapar. Recuerdo cómo
cambió tu cara en ese momento. Sorprendido, confuso, claro, porque
ella jamás se había negado a nada.
Me puse contento antes de tiempo.
Porque tú no lo ibas a consentir. Era necesario el castigo para
educarla.
Cuando una mujer hace algo mal hay que enseñarla. Y lo que funciona
mejor es la fuerza: puñetazo por la boca y patada por la barriga una
y otra vez…
Y sucedió.
Mamá empezó a sangrar. Con cada golpe, yo tropezaba contra sus
paredes. Agarraba su útero con mis manitas tan pequeñas todavía
porque quería vivir.
Salía la sangre y yo me debilitaba. Me dolía todo y me dolía también
el cuerpo de mamá. Creo que sufrí alguna rotura mientras ella caía
desmayada en un charco de sangre.
Por ti nunca llegué a nacer. Nunca pude pronunciar la palabra mamá.
Maltrataste a mi madre y me asesinaste a mí.
Y ahora me dirijo a tí. Esta carta es para tí, cabrón: por ella, por
la que debió ser mi madre y nunca tuvo un hijo. También por mí que
sólo fui un feto a quien negaste el derecho a la vida.
Pero en el fondo, ¿sabes?, algo me alegra. Mamá se fue. Muy triste,
pero serenamente, sin violencia, te denunció y dejó que la justicia
decidiera tu destino. Y otra cosa: nunca tuve que llevar tu nombre ni
llamarte papá. Ni saber que otros hijos felices de padres humanos
señalaban al mío porque en el barrio todos sabían que tú eres un
maltratador. Y como todos ellos, un hombre débil. Una alimaña. Un
cabrón.
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